






¿Puede el acto de manifestarse en voz alta resultar en realización? Si Lebron (James) lo hace, quizás hablar de uno mismo en tercera persona no es tan loco. Lucy Dean Stockton investiga los efectos de hablar en voz alta.
1882: Josef Breuer, un entonces joven doctor austríaco, está sentado en penumbras en una habitación apanelada de madera de un sanatorio vienés. Frente a él, una mujer yace en un sillón, describiendo incidentes de su infancia traumática y el doloroso rencor que siente hacia su padres. En sus reuniones, la paciente (Anna O), llevaba a cabo un laborioso “trabajo de recordar”, mediante el cual narraba recuerdos en voz alta para “disolverlos”, con el objetivo de reflexionar sobre por qué experimentaba episodios intensos de “histeria” en su adultez - estados que hoy en día probablemente denominaríamos ansiedad y ataques de pánico-. El tratamiento era notablemente efectivo, y con el transcurrir del tiempo y de horas de conversación, todos sus síntomas somatomorfos desaparecieron. Tanto ella como Breuer creían que la clave de su tratamiento era verbalizar sus pensamientos conflictivos, permitiéndoles a ambos no solamente atestiguarlos si no también, quitarles poder. Este tratamiento terapéutico marcaría el comienzo de las “sesiones de cura” de la incipiente disciplina del psicoanálisis.
Breuer sería luego el mentor de Sigmund Freud, cuyo acercamiento al psicoanálisis, centrado en la sexualidad, continúa caracterizando (si no también socavando) la disciplina. En tanto Freud creía que la responsabilidad de diagnosticar la condición del paciente yacía en el psicoanalista, analizando su historia y ofreciendo tratamientos innovadores, la comparablemente modesta contribución de Breuer al campo, la “cura del habla”, se basaba en la posibilidad de que el paciente analizara su propia historia. El doctor podía guiar el proceso introspectivo ofreciendo preguntas abiertas o de estilo socrático, pero el mayor beneficio venía de la catarsis (palabra derivada del griego katharsis, que significa “purificación” o “limpieza”).
En “The distance cure: A history of teletherapy” (“La distancia cura: Una historia de la teleterapia”) Hannah Zeavin, profesora de UC Berkeley, reitera el énfasis de la catarsis en su exploración de modos terapéuticos. A lo largo del libro, la autora desafía la clásica díada doctor-paciente, proponiendo la representación de una triada en la que el tercer sujeto es la interfaz comunicativa que comparten el doctor y el paciente. Zeavin explora cómo los efectos de la terapia pueden diferir según el formato, desde las cartas que Freud escribía a sus pacientes, a los “espíritus sin voz de la telepatía y la voz espiritual de la radiotransmisión y el peer-to-peer” a las encriptadas videollamadas de Zoom. La académica argumenta que los beneficios de una terapia no verbalizada (cómo las disponibles en plataformas y apps como BetterHelp o TalkSpace) ofrecen anonimato pero pierden inmediatez, y en algunos casos, también el efecto catártico de escuchar las propias palabras en voz alta.
Hoy, la “cura del habla” sigue siendo la base de la mayoría de las prácticas terapéuticas, desde el canónico diván del psicoanálisis a la app en tus manos. La confesión sigue siendo importante en muchas prácticas, desde encuentros de Alcohólicos Anónimos en subsuelos de iglesias al confesionario católico con terminaciones de oro. Los marcos teóricos para la “cura del habla” se basan esencialmente en que la verbalización en sí puede ser curativa, ofreciendo más beneficios de los que tendríamos simplemente pensando en algo y guardándolo para nosotros.
Hablamos por muchas razones: Contar chistes e historias, articular conflictos, compartir nuestros sentimientos, expresar afecto, organizar trabajo, comunicar información, enseñarnos mutuamente, hacer preguntas, inspirar a otros a la esperanza, la unidad o la violencia. A veces hablamos sólo para escucharnos: Leer nuestro trabajo en voz alta para encontrar errores, ensayar un discurso a una audiencia imaginaria, prepararnos para una conversación difícil, maldecir a la mesa de centro luego de golpearnos el dedo del pie. Levantar la voz puede ser moralmente valioso , como aquellas personas que son admiradas por “decir lo que piensan”. También puede ser una crítica para aquellos que no tienen nada de interés para decir, condenados con el decir de que “sólo quieren escucharse hablar”. Sea por motivo confesional, inspiracional o por una simple charla, el común denominador de escucharnos hablar es simplemente: Nosotros, generando efectos cognitivos únicos cuando hablamos en voz alta.
El habla es más que un producto de nuestros pensamientos, siendo de hecho, bidireccional: Lo que decimos refuerza lo que creemos, un efecto que los científicos utilizan para entender la manera en la que experimentamos el mundo. Por ejemplo, intentando comprender cómo el cerebro entiende nuestro entorno, un grupo de neurocientíficos de la universidad de Wisconsin-Madison diseñó un experimento similar al juego del veo-veo, pero adaptado con sensores cerebrales. Le encomendaron a los participantes que encuentren objetos en una imagen atestada y les dieron distintas instrucciones. En un grupo, a los participantes les pidieron que digan en voz alta el nombre del objeto que estaban buscando (en este caso, “banana”). Más allá de lo gracioso de alguien susurrando “banana” repetidas veces mirando una página ilustrada, los investigadores descubrieron que aquellos que nombraban la fruta en voz alta tuvieron más éxito para encontrarla que el grupo de control. De la misma manera, el impulso de recorrer tu casa murmurando “llaves” (como si las pudieras invocar) mientras llegas tarde, puede ser acertado. Hablar en voz alta ayuda a tu cerebro a que el mundo cobre sentido, más de lo que lo haría si solamente lo estuvieras pensando.
Esto también aplica a leer en voz alta: Se ha demostrado que hacerlo mejora la memoria mediante lo que algunos neurocientíficos denominaron “efecto de producción”. En su paper, los investigadores Noah Forrin y Colin Macleoid describen el fenómeno como “un proceso cognitivo activo que, al codificar la palabra en discurso, también ayuda a codificarlo en la memoria de largo plazo” y enfatizan los beneficios de verbalizar el texto. También recalcan que los efectos que leer en voz alta tiene en la memoria son los mismos si el material ha sido escrito por alguien más, y que “escuchar la propia voz provee un estímulo distintivo de auto-reconocimiento”. Leer el trabajo de alguien más convence al subconsciente de que las palabras te pertenecen. La audiencia intensifica el efecto: Se ha demostrado que leer en voz alta para alguien más mejora la memoria, mientras que leer para uno mismo tiene un efecto más leve. Sea por el aumento de adrenalina de la performance (y el potencial error) o por el sentido de intercambio, leerle a otros nos permite consolidar conocimiento a la memoria al vivenciar nuestras propias palabras.
El lenguaje es multi-dimensional y se ejecuta mediante varias actividades comunicacionales: Hablar, escuchar, leer y escribir. Estos cuatro aspectos pueden categorizarse en receptivos (escuchar, leer) y productivos (hablar, escribir). Al aprender y practicar un lenguaje, estos aspectos se refuerzan entre sí, contribuyendo a una comprensión mayor. Escuchar más un lenguaje nos ayuda a hablarlo mejor, leer más nos ayuda a escribirlo. Cuando cualquiera de estas habilidades comunicacionales (escuchar, hablar, leer y escribir) se combina con su contraparte, los efectos cognitivos de ambos se amplifican.
El lenguaje nos habla a nosotros, determinando cómo experimentamos el mundo. La hipótesis “Sapir-Whorf”, una teoría de relatividad lingüística, propone que “el lenguaje tiene un efecto no menor en el pensar [...] y que las diferencias entre lenguajes no son triviales”. Este ha sido un tema central de debate para los lingüistas del siglo pasado: ¿Cómo modelamos el lenguaje, y cuánto el lenguaje nos modela a nosotros? En un amplio meta-análisis, los lingüistas Jordan Zlatev y Johan Blomberg resumen décadas de investigación que dan respuestas tanto positivas como negativas a esta afirmación. Es difícil separar pensamiento y lenguaje porque están muy íntimamente conectados, y “las dos preguntas, ’si’ y ‘cómo’ el lenguaje afecta a la mente, tienen su origen en el comienzo del pensamiento contemplativo”. Académicos como Alexander Kravchenko han escrito que es imposible superar la “suposición intrínsecamente dual de que hay un fenómeno llamado “lenguaje”, ontológicamente independiente del fenómeno llamado “mente”. Kravchenko razona que “la mente no puede entenderse por fuera o en ausencia del lenguaje”. Las palabras siempre serán inadecuadas para describir la interioridad de nuestros pensamientos. Sin embargo, en las últimas décadas, estudios cuidadosamente diseñados han buscado matizar la investigación, teniendo en cuenta diversos valores culturales y estilos comunicacionales individuales.
En un robusto estudio antropológico, Stephen Levinson compiló años de investigación para determinar cómo “la diversidad lingüística se refleja en diversidad cognitiva”. A través de entrevistas y puzzles que ponían a hablantes de distintos idiomas a resolver problemas, Levinson confirmó consistentemente que los hablantes de distintas lenguas ejercitaban una visión del mundo que se correspondía a la estructura gramatical de su lenguaje principal. Algunos problemas no tenían texto, y en su lugar presentaban acertijos espaciales-linguísticos que se correspondían a distintas estructuras gramaticales de su lengua nativa. Dependiendo de la estructura de su lenguaje (Y cómo se refleja en los valores culturales nacionales, según las cinco dimensiones de Hofstede: ‘distancia de poder’, ‘evasión de incertidumbre’, ‘individualismo vs colectivismo’, ‘masculinidad vs feminidad’, ‘orientación a largo plazo’), los participantes encaraban los acertijos con distintas estrategias e incluso encontraban soluciones diferentes. El lenguaje delinea los parámetros de nuestros pensamientos tanto como los refleja, limitando a dónde puede ir nuestra imaginación. El psico-lingüista Steven Pinker describió este fenómeno como un principio elemental, en el que el lenguaje determina cómo uno conceptualiza la realidad al hablar de ella. También significa que la manera de hablar sobre nosotros - y a nosotros mismos - refuerza nuestra auto-percepción.
Al investigar los efectos positivos del monólogo propio, un grupo de científicos descubrieron que hablar de uno mismo en segunda o tercera persona (“Tú puedes”) ofrece un estímulo más efectivo que referirse en primera persona (“Yo puedo”). Lebron James, leyenda del básquet, es conocido por hablar de sí mismo en tercera persona, tendencia que algunos han llamado “narcisista” o “alienada”, pero que sin embargo, puede haber decantado de su increíble disciplina atlética, su heróica historia de origen y sus décadas de monólogo entrenado -incluso pasando de segunda a tercera persona según la situación lo demande-.
Conversando sobre su decisión de unirse a los Miami Heat en 2010, dijo “quiero hacer lo que sea mejor para Lebron James, y lo que Lebron James quiera hacer para ser feliz”. Desde Kanye West a Andre Agassi, mucha gente exitosa que trabaja en rubros de alta performance le atribuye motivación a la perspectiva en tercera persona.
Recientemente, la idea del monólogo positivo se ha movido a la “manifestación”, una idea new age que atrae por su ambigüedad y su concepto sin compromiso: desear. En guías de Youtube y Tik tok sobre “cómo manifestar”, creadores de contenido bien vestidos e iluminados aconsejan al espectador cómo hacer que sus deseos se hagan realidad. Algunos adeptos a manifestar dicen que funciona por la ley de atracción, según la cual la energía positiva se ve atraída a la energía positiva; otros sugieren que estás moviendo todas las moléculas del universo con tus palabras.
La ciencia real detrás de esta idea de manifestar no es metafísica -decir algo en voz alta no lo va a hacer suceder-, pero sí se puede relacionar con la neuroplasticidad. Cuando recitamos nuestros anhelos, confesamos nuestros deseos y profesamos nuestros futuros diciendo cosas como “seré exitoso” o “soy hermoso”, nos estamos diciendo que es cierto, reforzando una nueva visión del mundo. En efecto, estamos reconstruyendo nuestras vías neurales, diseñando nuevas dinámicas de estímulo-respuesta, corrigiendo nuestra desconfianza con confianza y nuestros pensamientos autodestructivos con autocompasión. Practicar positividad y optimismo no necesariamente precipita la buena fortuna, pero predicarlas en voz alta probablemente te haga más positivo y optimista. Decir algo en voz alta puede ayudar a convencer a nuestros cerebros de que es real. El lenguaje no cambia el mundo a tu alrededor, pero cambia cómo tú lo ves.
En un escrito reciente para Hii, “Sonic Diet: You are what you hear” (Dieta sónica: Eres lo que escuchas), el colaborador Adrian DiMatteo exploró el concepto de dieta sónica: Cultivar pasivamente tus pensamientos al escoger intencionalmente lo que escuchas. Para ilustrar ese concepto de sonidos puros y positivos, DiMatteo ejemplifica con rezos rituales de alrededor del mundo: Himnos, oraciones, cantos y más, abogando por un paisaje sonoro personal más reflexivo. Por el contrario, es igual de importante ser impecable con los aspectos productivos del lenguaje, como dice Don Miguel Ruiz en su famoso texto espiritual, “Los cuatro acuerdos”. Escribe: “Dios crea la realidad, y nosotros recreamos la realidad con la palabra”. Hay literalmente cientos de referencias al habla en la biblia, como en Proverbios 15:4: “La sana lengua es árbol de vida, pero la perversidad de ella es quebrantamiento de espíritu” o Mateo 12:36: “Mas yo os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio”. Buddha era aún más certero sobre el poder del discurso para inspirar paz y evitar el daño, enfatizando la capacidad humana para el “Hablar correcto”. Como uno de los cinco preceptos para la “Conducta ética”, y el tercer componente del “Noble camino óctuple”, este tipo de discurso es intencional y cuidadoso: “abstenerse de mentir, del discurso divisivo, el discurso abusivo o la charla improductiva”, según reza el Canon Pali.
Si los efectos neuroplásticos de hablar parecen aún ambiguos, amorfos y convenientemente manipulables, es porque lo son. Mientras que los pensamientos entran y salen de nuestra cabeza diariamente, hablar es también inherentemente efímero, tan memorable como lo sintamos antes de que se desvanezca en el aire a nuestro alrededor. Los humanos producen sonido llevando aire de los pulmones a la laringe, dónde se ve modificado por los articuladores en la boca y nariz. Por casi toda la historia humana, antes de la era de la transmisión, la amplificación y la grabación, una conversación empezaba, terminaba y desaparecía en el aire del que vino, para nunca más ser oída de nuevo.
Eso cambió. en 1857, 30 años antes de que Josef Breuer conociera a la perturbada Anna O, el científico Edouard-Leon Scott de Martinville se volvió la primer persona en la historia humana en grabar su voz y escucharla gracias a su invento y patente, el fonoautógrafo. Hoy nos escuchamos a nosotros mismos todo el tiempo, en el momento y en grabaciones. Mediante enormes colecciones de grabaciones de Zoom, videos de Instagram, notas de sonido y streaming, nos acostumbramos a escuchar nuestra propia voz. Incluso si el pitch y el timbre -distorsionados por la anatomía de nuestro canal auditivo- difieren de cómo pensamos que sonamos, la voz sigue siendo nuestra, abriendo el portal entre nosotros y el mundo externo. El poder de hablar en voz alta no radica sólo en lo que comunica a los otros, si no también en los efectos generativos de escucharnos a nosotros mismos.También nosotros creamos el mundo que escuchamos.